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La importancia de llamarse…. Ernesto: venturas y desventuras en una sala de espera de un hospital cualquiera

Por el Dr. José Ignacio Torres

Mientras me encuentro sentado en la sala de espera de un hospital cualquiera de la ciudad de Madrid y observo lo que sucede a mi alrededor, no puedo dejar de pensar en la obra de Wilde que se representa actualmente en el Teatro Español. Una obra, que transita como dice David Selvas, por una gran cantidad de territorios por donde se pasean sus personajes.

En las horas en las que permanezco sentado en una silla de plástico blanco puedo ver pasar a multitud de gente.

Lo primero que me sorprende es la presencia repetida de varios hombres con casco de obra y protectores oculares, con su indumentaria llena de polvo y manchas, tan poco apropiada para un lugar de higiene como es un hospital. Y pienso que posiblemente arreglen cosas del mismo modo que los médicos intentan arreglar la salud de las personas.

El desfile gana por goleada a cualquier pasarela de moda. Es otro pensamiento que me acude, porque en estas fechas debe estar la semana de la moda en Madrid. Y me acuerdo de mi hija y su trabajo. Ya hablaremos con ella después.

Ancianos con bastón, personas de todas las estaturas, edades y condición, con papeles y otros objetos en las manos, ascensores que se abren y se cierran con rapidez, mientras una multitud se agolpa en ellos, camillas empujadas por celadores de diversa indumentaria, sillas de ruedas también empujadas en busca de destino, personal sanitario de identificación imposible para el observador, gente que corre o se apresura mientras otros están perdidos.

Y, entre todos, hombres y mujeres que surgen continuamente como de la nada, con carros cargados de cajas para reponer la máquina de refrescos situada cerca del ascensor de mi derecha. Y el ruido. Un ruido innecesario y persistente en un lugar de silencios.

En ese tránsito, la mayoría de los seres humanos que pasean delante de mis ojos llevan la vista pegada al móvil. ¿Será información clínica lo que miran, o quizás asuntos personales, ajenos al momento y a su jornada de trabajo? Cómo profesional sanitario me produce perplejidad y confusión. No se chocan con nadie porque los evitan, pero podrían seguir caminando por pasillos interminables tan fuera del lugar y del tiempo como en una película de ciencia ficción.

Observo como dos personas frente a mí tienen una conversación en público que, a todas luces, me parece privada, uno con bata y otro en pijama verde. La charla se prolonga y aunque estoy bastante distanciado creo que podría escucharles si tuviera la suficiente curiosidad. Y a su lado, un poco detrás, desde la posición en la que estoy, pero casi pegados a ellos, una pareja de mediana edad recibiendo una información quizás importante, de un familiar enfermo.

Es imposible saber, si el hombre que les está informando en el pasillo es un cirujano, un médico del hospital, un enfermero o un amigo. Nada presagia su identificación porque su cargo no figura en el pijama de color.

La uniformidad es lo opuesto a lo que observo, porque la variedad de colores e indumentarias es más propia de una playa en época estival que de un hospital en pleno invierno, de manera que me pregunto cómo se enterará la gente, cuando yo que soy médico y he trabajado en varios hospitales, me siento como si estuviese en la jungla.

Mientras sigo absorto en mis pensamientos compruebo la cantidad de personas que están claramente despistadas preguntando en busca de ayuda y fijo la mirada en la monja que custodia como si fuese un guardaespaldas a un anciano en silla de ruedas que espera paciente, probablemente, el momento de entrar a realizarse alguna prueba diagnóstica.

Unas mujeres jóvenes de uniforme diverso llaman a gritos a los pacientes que, en general, no se enteran bien por ser ancianos con dificultades auditivas o porque a pesar de los gritos predomina el ruido de ambiente. Esto parece, más que un hospital un colorido zoco del norte de África.

Envuelto en este maremágnum de sensaciones y emociones, me fijo en el letrero azul situado sobre una puerta de aspecto nuevo que tengo enfrente y que reza algo así como: espacio de información para familiares. Y me doy cuenta de que en las horas en las que permanezco sentado en este punto de tránsito que alguien ha tenido a bien llamar sala de espera, la puerta ha estado permanentemente cerrada y nadie la ha abierto para utilizar la sala.

Observo, un rato después, cómo la pareja que parecía estar siendo informada se despide cordialmente de una anciana que parece ser de su familia y que sale en una cama empujada por el celador cubierto con un gorro y envuelto en una prenda similar a un pasamontañas. Intercambio miradas con mi familia y me siento de nuevo a esperar noticias.

Las noticias nos llegan por fin, en este espacio común lleno de gente y de ruido, de tal modo que resulta difícil entender. Difícil porque, aquel hombre robusto y calvo que en el breve espacio de tiempo compartido se muestra cordial y muy posiblemente conocedor de lo que nos explica y que, según recuerdo vagamente iba vestido con un pijama naranja, no porta identificación alguna ni se presenta antes, durante o después de hablar. Todo ello hace más complicado entender lo que nos dice. ¡Menos mal que somos médicos! Y entendemos la jerga.

Han sido segundos. Casi no hemos podido levantarnos de las sillas apoyadas en metales. Pocas posibilidades de preguntar. Y surge la incertidumbre de saber si esa persona es la que ha realizado la intervención a nuestra madre o quizás es un enfermero o un médico residente.

Confiando en que lo más probable sea lo primero, nos dejamos llevar por el optimismo mientras pasan las horas sin saber dónde habrá ido la paciente y si estará bien, porque después de recorrer varios espacios del hospital lo único que sabemos (y no es poco), es el que procedimiento ha ido bien, y que ha salido aparentemente consciente y contenta en dirección a una sala de recuperación.

Durante todas estas horas viajando por la incertidumbre y la preocupación me tomo un respiro para leer, en otra sala de espera más apropiada, el decálogo de humanización de la sanidad y entonces, surge la pregunta sobre el significado de algunas palabras tales como empatía, respeto, comunicación, información y sobre todo, identificación. Porque para el paciente y la familia es fundamental saber con quién se habla, cuál es su profesión y cargo y sobre todo la relación que tiene o va a tener con el proceso del paciente, independientemente de que se llame Carlos, Almudena, Cristina, o quizás…. Ernesto.

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