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Carreteras secundarias

Carreteras secundarias

Por Dr. Jose Ignacio Torres

Llevaba tanto tiempo deslumbrado en las autopistas de la medicina que parándome a pensar decidí que igual era el momento de disfrutar de las carreteras secundarias.

Los médicos nos sentimos deslumbrados por la técnica, por la industria farmacéutica y por la magia de la medicina basada en la evidencia. Y parece que no somos los únicos.

A partir de comienzos de los años 90 parecía que sin la evidencia no éramos nada. Era momento de estudiar los textos de Sackett, revisar detenidamente los principales ensayos clínicos, hacer una lectura crítica de la literatura científica y compartir lo aprendido para una mejor asistencia a los pacientes en la consulta.

Tuve la oportunidad de aprender de profesionales altamente cualificados en dichas materias, de lecturas asentadas sobre la medicina basada en la evidencia y de las primeras reflexiones y reuniones institucionales o fomentadas por la industria farmacéutica para llevar a cabo un nuevo tipo de medicina.

En una ciudad de provincias ser líder de opinión no resultaba demasiado complicado si mostrabas interés por aprender y una buena disposición por enseñar. Por eso, y porque en el fondo todo ser humano tiene su parte de ego, me sentía cómodo en el papel que me había tocado jugar. Mi impresión era que esta autopista era el camino más apropiado para mis pacientes, mis alumnos y para mí.

Pensaba además, como muchos otros, que la formación de los médicos estaba en buenas manos, gestionada por la industria farmacéutica que era una madre generosa y nos trataba bien; no como nuestra empresa que no nos proporcionaba modos de formación continuada adecuados y nos consideraba mano de obra barata. Seducido me sentía seguro de mi independencia. Hasta que la visión desde el otro lado del despacho, cuando llegué a gestionar la formación de los médicos residentes y de mis compañeros sanitarios, me llevó a repensarlo. Me condujo a desaprender. Me resultó más fácil de lo habitual porque llevaba años de desaprendizaje gracias a los homeópatas.

Los analfabetos del siglo XXI no serán aquellos que no sepan leer ni escribir sino aquellos que no sepan desaprender.

Alvin Toffler.

Como suelen ocurrir con las cosas importantes en la vida, una casualidad me llevó a transitar por carreteras secundarias, viajar a otros lugares del saber y compartir inquietudes ocultas que estaban dentro de mí. Poco a poco me fui acostumbrando a elegir ese tipo de caminos, con más dificultades por tener más baches, menos luz y más policía que te detenía cada cierto tiempo porque al parecer el vehículo podía no cumplir el reglamento que tácitamente algunos supuestos directores de tráfico habían impuesto.

Todos sabemos que el viajar plácido, a pesar de sus ventajas, suele despertar en los seres humanos menos interés que la aventura, y yo no podía ser menos.

Me aventuré en Valladolid a conocer otros modos de estar con los pacientes, de escucharlos, comprenderlos y tratarlos. Aprendí en esa aventura inicial de decenas de médicos cargados de sabiduría de la que, por aquel entonces, no se adquiría ni en las facultades ni en los hospitales.

Profesionales que habían decidido formarse en otros países y/o en otras materias que no eran habituales en los estudios de medicina ni en la residencia y que incluso o eran mal vistas o, en el mejor de los casos, ignoradas.

Estudios en Francia o en Alemania, en diversas universidades; formación formal e informal en Europa y en países de Asia; venturas y aventuras compartidas a la luz de la homeopatía y de compartir comidas, cenas y tertulias de lo más enriquecedoras; y amistades basadas en intereses comunes y en complicidades. Pero también había mucha formación autodidacta, mucha lectura y reflexión sobre diversos libros, cursos de formación y, cómo no, la experiencia de la consulta y de la vida.

Unos conocimientos que años después pudimos incorporar en otras facultades de medicina y farmacia de España, en beneficio de pacientes, médicos, veterinarios y farmacéuticos. Y finalmente, esa gran aventura personal me llevó de un modo casual a ser docente en pregrado en la Facultad de Medicina de Zaragoza.

Aquellos años fueron hermosos tiempos de libertad y tolerancia, de respeto, de compartir conocimientos y de ilusión por una medicina mejor.

La verdad es precaria porque la ciencia es falible, ya que los humanos los somos.

Karl Popper.

No sé cómo se desarrollaron los acontecimientos ni quienes dieron el pistoletazo de salida en la carrera de la prohibición y la lucha contra cualquier tipo de libertad individual a la hora de prescribir o elegir el tipo de terapia más adecuada para cada persona, pero el hecho es que en el siglo XXI, cuando se ha legislado para permitir la autonomía del paciente, existen documentos de libertad de prescripción y se considera que lo más apropiado en la relación médico-paciente es una toma de decisiones compartida. En un contexto de empoderamiento del paciente y de medicina mínimamente impertinente, pareciera que hemos vuelto a los tiempos del paternalismo, el autoritarismo y el sacerdocio que parecían olvidados.

Volvemos a tener al estado protector y salvador como guía, imponiendo la bondad y maldad sobre nuestras decisiones en salud y en la vida y la muerte de los ciudadanos. Tristemente recuerda a tiempos pretéritos que los políticos parecen incapaces de olvidar y el mejor modo de recordarlos es volviendo al “aquí se hace lo que yo mando, que para eso soy la autoridad”. La autoridad civil, jurídica, científica y moral parecen patrimonio de sus señorías y como siempre, de sus séquitos de acólitos.

Tantas situaciones que recuerdan como diría Machado a la España de pandereta, solo que a la pandereta ahora la llaman ciencia. Las palabras son lo que son o lo que cada uno de nosotros quieren que signifiquen. Yo, personalmente, entiendo que la palabra ciencia lleva implícita búsqueda de saber, reconocimiento de nuestra ignorancia y necesidad de seguir con una mente abierta, flexible y atenta a lo que cualquier grupo o personas individuales intentan hacer desde la pasión, la humildad y el deseo de progreso para el bien de los demás.

Y ciencia es aprender, desaprender y reaprender continuamente porque el conocimiento tiene fecha de caducidad. Pero desaprender es un proceso difícil porque requiere reprogramarnos y para ello, es imprescindible honestidad, humildad -para reconocer que hay múltiples caminos- y apertura de mente, con las ventanas permanentemente abiertas.

El añorado Eduard Punset nos decía también que desaprender lo sabido es ahora mucho más importante que aprender cosas nuevas.

Peor que tener una enfermedad es ser una enfermedad.

José Ortega y Gasset.

Como diría Hayek podríamos referirnos a la fatal arrogancia de imponer el igualitarismo y uniformar al todo social en una ideología, cultura o religión; en este caso, la religión de la evidencia con diversas biblias que van cayendo en contradicciones y engaños, desde revistas de alto impacto hasta la misma y antes sagrada colaboración Cochrane.

Quizás para otros, ciencia sea ahora religión, una forma de imponer sus conocimientos y creencias al resto de ciudadanos, un modo de progreso individual o una forma cualquiera de negocio.

Respetando que ese modo de pensar pueda ser lícito, me gustaría creer que para la mayoría de los ciudadanos no puede haber ciencia sin conciencia, que no se puede fabricar un medicamento por ganar dinero aunque no sirva para nada, ocultar información aunque ese fármaco provoque daños o la muerte de otros seres humanos, publicar solamente los resultados positivos de las investigaciones, presionar económicamente o con cualquier otro tipo de coacciones para que un supuesto medicamento de probada utilidad llegue al mercado a pesar de no haber demostrado eficacia y sobre todo seguridad, tener a sueldo a los supuestamente más preparados para defender sus productos y hacerlo de forma prioritaria a la salud de las personas.

El mundo no tiene existencia objetiva. Existe sólo en la medida en que somos capaces de percibirlo. Nuestras percepciones son limitadas. El mundo tiene un límite, se detiene en algún sitio. Pero dónde se detiene para mí no es necesariamente dónde se detiene para ti.

Paul Auster.

La duda constante y la autocrítica son indispensables para hacer avanzar el conocimiento en todos los campos del saber. Porque para Popper la verdad no se descubre, se va descubriendo, y este proceso no tiene fin. Siempre es provisional. Tanto es así que cuando los alumnos de medicina reciben sus clases, un buen maestro les hará saber que el 50% de sus enseñanzas serán falsas en los próximos 10 años; como explicar que la ulcera duodenal sea una enfermedad infecciosa o que la ingesta de huevos no influye en los niveles de colesterol o que las ulceras de estrés no se previenen con medicación antiulcerosa o que los resultados en pacientes operados de patología meniscal mejoran igual con cirugía real que con cirugía placebo….

Atacar terapias alternativas legales en nombre de la pureza de la medicina es ir contra la medicina.

Abel Novoa.

Reconocer ese margen de error en nosotros y de acierto en los demás es creer que el diálogo favorece que se identifiquen los errores y la verdad más que con la imposición de un pensamiento oficial único.

A veces es lógico que tengan éxito las medicinas alternativas y complementarias que muchas veces son las únicas que ofrecen consuelo, compasión y piedad.

Pero no es la verdad sino la mentira la fuerza que mueve a la sociedad de nuestro tiempo.

No. Definitivamente no me gustan las autopistas. Y es que después de décadas de práctica médica, de estar al lado del paciente, he comprendido que los caminos que conducen con más facilidad a la verdad son las carreteras secundarias. Aquellas donde se juntan los destinos de terapeuta y paciente. Con poca luz exterior, a menudo con pocos medios y con dificultades, pero con mucha luz interior. Esa luz que se refleja en el rostro de cada una de las personas que se sienten escuchadas, comprendidas y ayudadas.

Busquemos esa luz interior que nos guía, que nos convierte en nosotros y que en nuestra autenticidad con todas las limitaciones nos hace únicos.

Porque no nos engañemos, lo que los enfermos necesitan es un médico, una persona capaz de ponerse en su lugar reflejando presencia y compasión, y para ello, nada mejor que su luz interior.

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